Escuchaba esta mañana la Sonata No. 14 de Beethoven conocida como “Claro de Luna”. El primer movimiento lento, lamentoso, alma en pena. El segundo, luz alegre de amanecer, revuelo de mariposas y pajaritos de colores. El tercero huracanado, ráfagas de viento destrozando los árboles al borde del camino. Con el piano a modo de acompañamiento, leía pasajes de la vida y párrafos de cartas del ilustre compositor alemán. Me ha llamado la atención una referencia a la felicidad. “No existe, asegura Beethoven, la felicidad que viene de afuera; tienes que encontrarla en ti mismo”. Me imaginaba ver al profesor de piano enamorado de la joven, voluble, condesa Giulietta que inspiró y a quien dedicó la Sonata, rechazado por la familia de ella porque no era azul la sangre que corría por sus venas. Su sordera y los fracasos amorosos se confabularon para convertirlo en un hombre de genio amargo, taciturno, violento a ratos y amenazante si la cólera lo dominaba. Su alma, sin embargo, resultó ser una cueva oscura en cuya entraña escondía un manantial de música de luz y armonía sólo igualado por contados genios. Sus sinfonías, conciertos, sonatas, misas y óperas lo acreditan. Basta oír el primer tiempo de la Quinta o el canto enardecido de la Novena. Terminó el “Claro de luna” y yo seguía con los ojos cerrados pensando en la felicidad que, según Ludwig van Betohven, debe buscarse dentro de uno mismo porque la que se busca fuera se marchita rápido y la arrastra el viento. El amor correspondido, la buena amistad, el contacto con el arte y con lecturas selectas, el servicio al prójimo, al necesitado especialmente, son la fuente de la “verdadera alegría”, de la paz interior, de la felicidad. Me ha despertado la voz de Stella: Javier, ¿qué haces? Me llamaba a almorzar. Curiosamente, su voz me sonó como la “Canción a Elisa” de Beethoven.